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EL IMPACTO DE LA MINERÍA EN COLOMBIA Y LA RESISTENCIA EN JERICÓ

La minería en Colombia, tanto la legal como la ilegal, ha dejado una huella profunda y preocupante en nuestros ecosistemas. No es un problema lejano; sus consecuencias se manifiestan en cada rincón de nuestra geografía, desde la deforestación masiva en el Chocó Biogeográfico y partes de la Amazonía, donde la búsqueda de oro ha sacrificado selvas milenarias, hasta la contaminación de ríos vitales. En lugares como Marmato (Caldas), Segovia y Remedios (Antioquia), y la cuenca del río Atrato (Chocó), el uso de mercurio y otros químicos ha transformado las aguas cristalinas en corrientes turbias y tóxicas, afectando directamente la vida acuática y la salud de las comunidades ribereñas. Además, la alteración del paisaje es drástica; las inmensas cicatrices de las explotaciones a cielo abierto, como las que se ven en La Guajira por la extracción de carbón, no solo desfiguran el terreno, sino que también provocan erosión y desestabilizan el suelo. Esta destrucción de hábitats naturales y la contaminación ponen en riesgo a innumerables especies de flora y fauna, muchas de ellas únicas, como ocurre en la Serranía de San Lucas (Bolívar y Antioquia).

Un Grito de Alerta Desde Jericó
Un Grito de Alerta Desde Jericó

En el corazón del suroeste antioqueño, en una región de incalculable riqueza hídrica y cultural, se libra hoy una batalla que debería conmover a todo el país: 11 campesinos de Jericó que enfrentan la amenaza de la cárcel por, presuntamente, defender su territorio. No es una historia aislada; es un doloroso reflejo de la criminalización de la protesta social y la profunda tensión entre los intereses extractivistas y el derecho de las comunidades a decidir sobre su futuro.


Jericó y el vecino municipio de Támesis se han convertido en el epicentro de la resistencia contra el megaproyecto minero de cobre y molibdeno Quebradona, impulsado por la multinacional AngloGold Ashanti. Las comunidades, los agricultores, los defensores del agua y la vida, han alzado su voz ante la inminente amenaza que un proyecto de esta magnitud representa para los ecosistemas, las fuentes hídricas y la vocación agrícola de la región. Sus preocupaciones no son infundadas; la historia minera en Colombia está plagada de ejemplos de desastres ambientales y sociales que dejan cicatrices imborrables.


Sin embargo, en lugar de un diálogo genuino y una escucha atenta a las legítimas preocupaciones ciudadanas, la respuesta ha sido una alarmante judicialización. Estos once campesinos, muchos de ellos adultos mayores y con toda una vida dedicada al campo, han sido imputados con graves cargos como secuestro simple, hurto calificado y lesiones personales. Resulta difícil no ver en estos cargos una estrategia para amedrentar, para silenciar, para desmovilizar a quienes valientemente se oponen a un modelo de desarrollo que parece priorizar el lucro sobre el bienestar de las personas y la salud de nuestros ecosistemas.

Organizaciones de derechos humanos, la Defensoría del Pueblo e incluso la ONU en Colombia han levantado sus voces en señal de alarma. Lo que está en juego en Jericó no es solo el destino de once personas, es el respeto al derecho fundamental a la protesta, un pilar esencial de cualquier democracia. Es el derecho de las comunidades a ser consultadas y a tener voz vinculante en las decisiones que afectarán irreversiblemente su entorno y su modo de vida.


El caso de los "11 de Jericó" es un espejo que nos confronta con la paradoja de un país que celebra su biodiversidad mientras permite que se vulneren los derechos de quienes la defienden. Es un llamado urgente a reflexionar sobre qué tipo de desarrollo queremos construir. ¿Un desarrollo que arrasa con los territorios y criminaliza a sus protectores, o uno que respeta la vida, el agua y la autodeterminación de los pueblos?


Es imperativo que la justicia actúe con independencia y que se garanticen los derechos de estos campesinos. Que se investiguen a fondo los hechos sin prejuicios y que no se utilice el aparato judicial como una herramienta de persecución. La defensa de la tierra y el agua no es un crimen; es un acto de amor y responsabilidad con el futuro. Colombia debe proteger a sus defensores ambientales, no encarcelarlos. La voz de Jericó es la voz de muchos otros territorios que claman por ser escuchados.


Es en este contexto de alarmante impacto ambiental que debemos entender la lucha de los 11 campesinos de Jericó, Antioquia. Su resistencia al proyecto minero Quebradona no es un acto aislado, sino un eco de las tragedias ecológicas que ya han golpeado a otras regiones del país. Sus preocupaciones sobre la contaminación del agua, la pérdida de bosques y la alteración de su vocación agrícola no son caprichos; son el reflejo de una realidad que ya ha sido dolorosamente experimentada. La judicialización de estos defensores del territorio es, por lo tanto, una señal preocupante de cómo los intereses extractivos pueden colisionar con el derecho fundamental de las comunidades a proteger su entorno y su forma de vida.

 
 
 

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